Cada vez que me encuentro por la calle, sin tiempo para nada, con un antiguo compañero del colegio, con menor frecuencia eso sí, éste me suele decir: «tenemos que quedar un día para charlar o tomar algo, así nos ponemos al día». Le suelo contestar que «vale, cuando quieras» pero ni él ni yo tomamos la iniciativa ni hacemos nada para cumplir con esa idea. No me engaño, el plural mayestático «tenemos» supone que nadie va a tomarse en serio el asunto.
Algo parecido viene ocurriendo en un terreno económico de capital importancia como es el de la producción alimenticia. Aunque haya huelgas, manifestaciones, regalo de productos, denuncia pública de una situación de por sí alarmante, como constituye el diferencial entre costes de producción y precios finales, en el fondo nadie hace nada.
De las dos partes implicadas, consumidores y productores, los primeros apenas tienen margen de maniobra mientras los segundos parecen conformarse con hacer más o menos explícito su problema pero sin avanzar. Su última reclamación consiste en solicitar que haya una Ley de Distribución que incida sobre los márgenes así como un código de buenas prácticas que comprometa a cubrir, al menos, los costes. Agua de borrajas.
Analicemos al «enemigo» para preparar las armas con que «atacar». La distribución se encuentra en manos de pocos operadores lo bastante fuertes como para determinar el precio, es decir, partimos de una situación de falta de competencia «oligopólica» sobre la que además hay que añadir la sospecha, sin pruebas, de que puede llegar a pactar estrategias comunes explícita o implícitamente. Como factor añadido cabe mencionar que en España existe la «mala costumbre» de pagar, quien puede hacerlo claro, con demasiados días de retraso. Los distribuidores son, en el fondo, entidades que viven del crédito ajeno (venden en el momento, pagan a 90 ó 120 días) sin arriesgar apenas. Delicada situación cuando los reguladores administrativos no pueden o no saben hacer su trabajo.
En esta situación, una ley que simplemente fijara los márgenes comerciales sin ir al sustrato sería ineficaz puesto que el nudo gordiano lo constituye el reducido número de operadores por lo que el mercado no es perfecto ni, por asomo, completo. El corolario inmediato es que hace falta abrir ese melón mediante la implantación de distribuidores que, a distinta escala, compitan con los grandes eliminando costes de intermediación como principal manera de pagar mejor a los productores y, a su vez, ofrecer mejores precios a los consumidores.
¿Quién debe ponerse manos a la obra en esta tarea?, precisamente quienes poseen la materia prima abandonando, eso sí, la seguridad de los contratos fijos pero con la certeza de que tendrán buena respuesta por parte del final de la cadena: el consumidor.
Dejar en manos de los demás, sean políticos o grandes cadenas de alimentación, lo que uno mismo puede elaborar no deja de ser un «algo hay que hacer». Un brindis al sol.